

CRISTO EL REDENTOR por Yassen Savov
Published on:
14 Feb 2017
Redimir:
Rescatar o sacar de esclavitud al cautivo mediante precio.
Comprar de nuevo algo que se había vendido, poseído o tenido por alguna razón o título.
Dicho de quien cancela su derecho o de quien consigue la liberación: Dejar libre algo hipotecado, empeñado o sujeto a otro gravamen.
Librar de una obligación o extinguirla.
Poner término a algún vejamen, dolor, penuria u otra adversidad o molestia.Salvar (a una persona o un alma) de un estado de pecado y sus consecuencias
Fue en 1922 cuando un anónimo piloto de parapente de Río, tras una legendaria serie de malas decisiones y aterrizajes prematuros (también conocidos como pinchazos) en una competición local, sintió una profunda, incluso religiosa necesidad de redimirse. Así pues, subió al risco del Corcovado, miró hacia abajo para contemplar el extenso esplendor de la ciudad, el océano, la selva y la roca que tenía a sus pies, abrió los brazos de manera de manera pomposa y, elevando ligeramente su sudoroso mentón, exclamó: «¡Ayúdame Jesús, redímeme!». No hace falta decir que estaba hasta las pelotas de perder (por no hablar de lo hecho polvo que le había dejado la ascensión). De modo que, con los brazos todavía extendidos, cerró los ojos y se hizo a sí mismo y a Dios una promesa. Luego, descendió a la ciudad y reunió a todos los demás pilotos que sufrían del síndrome del pinchazo crónico y copaban los últimos puestos de las hojas de clasificación en las competiciones. Esa noche, gastándose su último dinero el más rondas de cachaça de lo que está en los escritos, trazaron el primer boceto arquitectónico de su Redentor. Al día siguiente comenzaron una épica batalla contra la gravedad y una espantosa resaca colectiva. Tenían que acarrear a lo alto del Corcovado 635 toneladas de cemento para erigir una de Cristo de tal tamaño y belleza que nunca volverían a pinchar.
Nueve años más tarde, su trabajo, de 38 metros de altura, estaba concluido. Ese día, todos ellos se encontraban a los pies de Jesús mientras aquel primer piloto anónimo se levantó y gritó proféticamente de nuevo a la ciudad que se extendía por debajo y al Dios por encima: «¡Aquí por fin! ¡Estamos aquí por fin! ¡Alabado sea Dios! ¡Por fin estamos aquí!». Inspirando profundamente, con los ojos abiertos como platos en un alocado momento de profecía que únicamente son capaces de alcanzar pilotos que pinchan con asiduidad hablando de la línea de gol jamás vista, continuó con su histórico discurso que más adelante sería plagiado (el 11 de abril de 2016, para ser más precisos), por un presidente de los Estados Unidos menos ficticio, pero todavía más ridículo que esta historia, cuando dijo: «Tíos, vamos a darle la vuelta y vamos a volver a empezar a ganar. Vamos a ganarlo todo. Vamos a ganar a todos los niveles. Vamos a ganar en distancia, en acrobacia y hasta en… ¿cómo era esa estúpida disciplina del este de Europa? Ah sí, ¡aterrizaje de precisión! Vamos a ganar en todas y cada una de las facetas. Vamos a ganar tanto que hasta es posible que os canséis de ganar. Y todos vosotros diréis ‘por favor, por favor, esto es ganar demasiado. No podemos más. Jesús, es demasiado’. Y Él dirá: ’No, no lo es. Tenéis que seguir ganando. Tenéis que ganar más. Vais a ganar más. Vais a ganar muchísimo. ¡Te amo, Río! ¡Salid y volad! ¡Seréis tan felices! Os amo’. Eso profetizó el piloto anónimo, y el grupo de pinchadores, conversos masones pilotos, lanzaron al aire sus sombreros llenos de alegría y corrieron risco abajo en busca de sus velas .
Avanzamos ahora rápidamente 76 años a mi rendimiento en la Superfinal de la Copa del Mundo, y yo sentía que algo me unía a aquellos pioneros. Y es que yo también estaba hundido en la parte baja de la clasificación y mi corazón buscaba redención. De modo que volé hasta el Cristo y, de pronto, súbitamente, celestialmente, ¡todo volvía a estar bien! El cabrón estaba apalancado ahí arriba de una manera tan majestuosa que no me quedó más remedio que volver a creer. Girando a su alrededor como una mosca feliz lo hace alrededor de una lámpara de fe, Él me susurró al oído para que escuchara lo que yo ya sabía, pero en esos momentos de angustia había empezado a olvidar. Que todo era armonía en el jardín. Una vuelta (alrededor de Él). Somos los afortunados que viven el sueño. Otra vuelta. Y que yo debería respetar un poquito más el vuelo en grupo y no estar improvisando mis líneas todo el tiempo (sobre todo en un lugar como Valadares que tiene tanto truco y resulta tan impredecible). Cosas sencillas, de verdad.
Gracias, Jesús, por estar ese día ahí para mí y mis amigos. Tu estatua nos impresionó de una manera no menos válida que la religión, con el puro sobrecogimiento de Tu majestad en ese surrealista jardín Tuyo, ese jardín psicodélico de mar, roca, selva y ciudad, tan hermoso que debes de estar flipando allí arriba. Por eso nos unimos a ti en él.
Personas que no vuelan me han preguntado muchas veces que cuál es el mejor lugar en el que haya volado, y la respuesta que suelo darles es que no hay un lugar mejor que otro, que hacerme esa pregunta es como preguntarme que quién es la mujer más hermosa del mundo. Pero si tuviera que elegir, elegiría Saint André para competir y Río de Janeiro si lo que cuenta es la pura belleza. Esta temporada, tuve la suerte de volar en ambos lugares por segunda vez en mi vida, y ambos se portaron de maravilla. Con la salvedad de que en esta ocasión me tocó el super bonus de llegar volando hasta el Cristo del Corcovado. Pero cuando planeaba alto entre nubes acogedoras, con esa estatua alzándose cada vez más grande contra ese fondo de jungla urbana, monolitos de gneis y granito, bahías, islas y playas, cuando pude verle frente a mí como la gloriosa pieza de celestial escultura que observa sobre esa gran ciudad, con los brazos extendidos, sero. Fue entonces cuando comprendí.
El éxtasis. No necesitaba ser cristiano, pero podía haberme convertido en ese mismo instante.
No me convertí. Seguía siendo Yassen, el ateo fracasado de la Superfinal, necesitando redención. Y ahora me estaba redimiendo a tope. ¡Sí, Cristo, sí!
Así que, girando a su alrededor, a todas las alturas, desde sus pies hasta sus brazos y alrededor de su cabeza, y por encima y de nuevo por debajo, en sentido horario y en el inverso. Le envolvía como en un incansable abrazo que no pretende otra cosa que lo que todos los abrazos: seguir abrazando. Le estaba abrazando con los brazos del ateo que no cree en Dios, pero que en ese momento le veía y sentía no lo que el Nuevo Testamento dice sobre un hijo de Dios en su mayor parte ficticio, sino lo que cualquier persona sensible está destinada a experimentar en su vida en esos escasos, pero mágicos momentos de verdad. Que toda la belleza de este mundo es Una y que todo es divino. Y quien vea esto, quien sienta esto, quien sepa esto, es bienaventurado. Y ese día todos los fuimos, volando con el Cristo.
p.d. Si alguna vez tenéis un problema, como cagarla de manera ridícula en una Superfinal de la la Copa del Mundo en Brasil, os sugiero que vistéis esa estatua en busca de ayuda. Recordad que para eso es para lo que está erigida sobre ese risco: para ayudar a los hermanos pilotos, para hacer que volvamos a sentirnos grandes.
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